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Las mil muertes del lectorPor
Juan José Hoyos
De tantos héroes anónimos que tiene el mundo, hay uno por el que siento predilección, casi amor, sobre todo porque no le hace daño a nadie y es silencioso. Es un hombre que ha sobrevivido a mil batallas. Y también, a otras épocas. Es el lector.
Sé que cada día, en los lugares más inesperados de la Tierra, muere un lector. Sobre todo en las escuelas, en los colegios, en las universidades, sitios que por su misión deberían estar consagrados como templos al oficio de leer.
Hay miles de estudiantes que abandonan el salón de clases con la intención de no volver jamás a leer un libro. La culpa, muchas veces, es de los profesores. Ellos, a su vez, son las primeras víctimas anónimas de una máquina que ha asesinado miles de lectores, desde la más temprana infancia. Tal vez por eso algunos dedican el resto de sus vidas, a veces sin siquiera darse cuenta, a repetir el crimen cometido contra ellos.
Con la ayuda de mi amigo Ángel Galeano, un hombre que ama los libros, voy a tratar de hacer una lista de las mil muertes del lector.
La primera sucede cuando todavía es niño. Los adultos le enseñan a leer porque consideran la lectura, más que un acto de libertad o un ejercicio de la imaginación, un instrumento para defenderse en los combates de la vida. Por eso la lectura se enseña como la esgrima. Como si fuera un arte marcial.
La segunda muerte ocurre cuando los adultos seleccionan los libros que el niño debe leer. En este, como en otros casos, los adultos no sugieren, ni seducen, sino que imponen. El niño lector acepta, casi siempre en silencio, el libro que escoge su maestro. Imagina que los que escogen los libros son personas cultas. Se demora muchos años para comprender que algunos de sus profesores no leen.
La tercera muerte es la fecha límite. De ella son culpables, sobre todo, los colegios. Hay que leer contra reloj. Como en una carrera de relevos. El estudiante que excede los plazos está perdido. Está prohibido disfrutar un libro.
La cuarta muerte es el resumen escrito. Además de leer, el estudiante tiene que analizar y resumir. Debe escribir una sarta de lugares comunes o, si prefiere, algo inteligente, suyo.
En este último caso, si el profesor no está de acuerdo, corre el riego de perder la prueba. Muchos estudiantes tratan de sobrepasar esta clase de obstáculos acudiendo a libros en los que ya están hechos los resúmenes o visitando sitios de Internet como El rincón del vago.
La quinta muerte del lector es el examen. El profesor anuncia que la próxima semana habrá una evaluación. Y un examen es siempre un interrogatorio. No hay lugar para expresar pensamientos propios. Se debe citar. Repetir de memoria las cosas que otros han dicho sobre el libro.
La sexta muerte es la calificación. Tres con cinco.
La penúltima muerte es la culminación del "proceso". Es la muerte del desprecio. El profesor le dice al estudiante que ha perdido el tiempo. Que más importante que leer poemas, cuentos o novelas es estudiar matemáticas, física, química, biología.
Hay muchas muertes más. Son muertes de libros y por lo tanto de lectores que jamás los leerán. Como la del libro que muere ante nuestros ojos en las vitrinas de las librerías, sin siquiera abrir sus páginas, porque no tenemos dinero con qué comprarlo. La del libro que jamás nos prestarán. La del libro que prestamos y no nos devolverán. Los libros que nos obligan a leer en los cursos de lectura rápida. Pasamos sus páginas como cuando comemos de afán una hamburguesa.
También están los libros que no comprendemos. Como la versión original de El Mío Cid. Susanita, mi hija, tenía que leerlo para una tarea de literatura. Como no entendía el castellano antiguo, me pidió que le ayudara. Leí la obra repasando varios diccionarios. Fue en vano. Yo tampoco la entendí.
Cada día mueren miles de lectores. Pero al mismo tiempo nacen miles más. Lo veo y lo creo. Y me siento feliz por eso. Porque la lectura nos permite hablar con los muertos, con el resto de los hombres, con nuestra propia historia. El hombre que lee jamás se siente solo. Leer, además, es un acto de libertad, de imaginación. El acto de libertad más grande que puede tener un hombre.
Hace un tiempo, un jefe guerrillero que dejó las armas fue a buscarme a la Universidad de Antioquia para contarme una historia. Él era el jefe de una patrulla. Sus hombres llevaban varios días recorriendo las selvas del sur de Bolívar y tenían la misión de buscar un campamento. Las instrucciones de los comandantes sobre el sitio donde habían dejado las provisiones eran claras. Los guerrilleros cavaron durante varias horas. Al final, encontraron comida y pertrechos suficientes para varios días. Y un libro. Estaba húmedo porque la bolsa plástica en la que lo habían envuelto estaba rota. Lo pusieron a secar al sol durante varios días. Luego volvieron a encuadernar sus hojas, una a una, con mucho cuidado. Lo leyeron en voz alta en las horas de descanso hasta la última página. Luego lo regalaron a otro frente.
Perla Escandón, una periodista de El País, de Cali, me contó que en las selvas húmedas y frías que hay en las montañas que separan a Cali de Buenaventura y la costa del Pacífico, una muchacha camina todos los días de la semana en medio del bosque. Va con un morral a sus espaldas. El morral está lleno de libros. Es una bibliotecaria rural. Ella presta los libros a los campesinos. Vive en medio del fuego cruzado de los frentes guerrilleros y los grupos de autofensas. A veces se encuentra en su camino con tropas del Ejército Nacional o de la Policía Antinarcóticos. Ella camina en medio de todos ellos cargando su morral lleno de libros, como si fuera un ángel.