- Persiste realidad de pobreza, hambre y drogadicción
en ese sector de la ciudad. Aquí, varias historias. - Hay quienes se resisten a dejar el sector y reclaman
ser reubicados por el Municipio de Medellín. - Apenas quedan unos pocos inquilinatos en el barrio
Niquitao. Las viejas casonas fueron derribadas.
Por
Carlos Alberto Giraldo M.
Medellín
Entra al cuarto para ponerse su pinta de pistolera. Una chaqueta de cuerina, unas gafas que no encuentran tabique ni nariz para sostenerse y un arma, un arma oscura. Primero apunta. Luego sentencia: "de aquí me sacan, pero en cuatro tablas".
A su lado están Víctor y Luis Carlos, un par de borrachitos que rompen en carcajadas después de que la vieja enseña sus encías sin dientes y mastica el aire para agregar otra frase tan demoledora como su aliento de alcohol barato: "no me duele una muela, porque no tengo".
Luz Ofelia sigue apuntando con su arma y su mirada. No las baja. Pero después de unos segundos suaviza el semblante y por fin guarda su pistola de juguete en el bolsillo derecho de la chaqueta. Se va de nuevo a la pieza y se quita su vestuario de "chica mala".
Ella vive en un cuarto de tres metros de largo por tres metros de ancho, que es el último que queda en pie sobre el costado oriental de la carrera Niquitao, en el centro de Medellín, donde funcionaban los inquilinatos que servían de refugio a medio millar de indigentes y artistas callejeros que pagaban tres, cuatro y cinco mil pesos por pasar la noche.
El inquilinato del que hacía parte la habitación de Luz Ofelia ahora es un esqueleto de tapias, rodeado de basura y mendigos que duermen en ranchos hechos con latones, tejas y plásticos rotos, ladrillos cuarteados y pedazos de madera.
Luz Ofelia vivió allí los últimos 35 años de su vida y en los últimos diez meses ha visto deshacerse, adobe por adobe, el que era su hogar. Este septiembre amenaza con volverse negro, porque falta poco para que la maquinaria oficial le clave los dientes a su habitación.
En la pequeña alcoba de la que se resiste a salir guarda una escalera de madera, una mesa coja en la que reposan los platos de la cocina, un paraguas, una flauta y un cristo de madera metido en un frasco vacío de salsa de tomate. También conserva una imagen de María Auxiliadora y de San José, a los que les dice: "Gloria a Dios, porque vergüenza no hay".
Llega la hora de actuar para Luis Carlos. Camina por el sendero que lleva de la calle a la pieza de Luz Ofelia, el mismo que, cuando había muros y techos y casa, era el corredor principal de la vivienda.
Se pone tieso. Saca pecho. Abre su boca todo lo que puede y avanza con movimientos mecánicos: "a mí, ustedes, señores tan decentes, llámenme agente Murphy". Luego se torna más rudo, hunde su mirada en un enemigo invisible y advierte: "pero usted, delincuente, ¡dígame Robocop!".
A Luis Carlos Hurtado Jiménez también le dicen Kalimán porque imita la voz del superhéroe de revista y radionovela de los años setenta. En medio de los tragos de alcohol revueltos con malta que se toma con Luz Ofelia y Víctor, Kalimán desata una prosa larga y enredada. Se convierte en el orador y justiciero de su amiga, ahora que ve próximo el desalojo, el derrumbe de aquella habitación repleta de enseres tan extraños que parecen salidos de una borrachera alucinante.
"En este planeta todos debemos tener un techo propio donde vivir". Agrega un ademán de sacerdote y comienza a descargar sus energías y sus palabras que honran la ebriedad.
"Trasmitamos estos sueños a otros, para que los hagan realidad. Necesitamos otros cerebros que lo piensen demasiado. ¡Uahhh!".
La aldea de la pipa Alrededor del cuarto de Luz Ofelia se extiende el lote con los restos de los caserones derribados y con los solares que llegan hasta las últimas bóvedas en pie del cementerio de San Lorenzo, ya desmontado para dar paso a una avenida.
Allí se levanta una villita formada por casuchas de plástico donde los indigentes intentan prolongar su estadía en Niquitao. La tribu la forman mendigos, recicladores de basura y drogadictos que entran y salen en medio de la humareda de las fogatas que hacen con los pedazos de cartón y plástico regados por el piso.
Entre la concurrencia salta a la vista el último invento del vicio callejero: las pipas. Las hacen con los cuerpos de los lapiceros de plástico, a los que les encaban un tubo de dos centímetros de diámetro. En la parte ancha, donde normalmente iría la picadura, los fumadores ponen un papel de aluminio que perforan con alfileres y agujas.
El efecto de las pipas es demoledor: la misma papeleta de basuco que antes se consumía en dos o tres minutos, revuelta con picadura de cigarrillo, ahora se desvanece en dos o tres fogonazos de cinco segundos, mezclada con ceniza.
Mientras fuman, los miembros del "club de la pipa" juegan dados y apuestan, por mitades, sus papeletas de basuco. A pesar de los efectos de sus bocanadas, y de la ansiedad imparable, en el rancherío es poco habitual ver agresiones y peleas. Un guardia que los observa desde la calle y que hace rondas periódicas mantiene el ambiente en orden.
Es aterrador Carlos Arturo Franco era uno de los artesanos de cuero más conocidos del país, según cuenta. Ahora está parado viendo derribar uno de los últimos inquilinatos de Niquitao. Hoy no ha hecho turno en la "aldea de la pipa", pero está a la espera de poder recoger unos pesos para ir a darse sus "toques" de basuco.
Llegó a Medellín deportado de Venezuela hace tres años. Un lío por las prestaciones sociales que le adeudaban lo puso en manos de la Policía venezolana y luego en la frontera, donde, muy amablemente, lo dejaron sin papeles y le dijeron: "por aquí no vuelva a asomar las narices".
Franco no pudo hallar en Medellín un empleo estable y terminó dando tumbos en las calles hasta que tropezó con el juguete que hoy lo tiene más enviciado que nunca: la pipa.
"Me involucré con mis amigos en el vicio. ¿Carlos, va a fumar?, me preguntaban. Empecé con el basuco y al tiempo comencé a darle al pipazo. Hace un año que lo probé. Es una sensación cruel, una trampa, el cuerpo te pide más, la ansiedad es incontrolable.
Lo primero que encontré fue un buqué excelente que se da en la garganta, hacia adentro.
No te provoca ni tragar saliva, para no dañar el sabor. Te comienzan a salir ademanes extraños: hay gente que se arranca el cabello, por mechoncitos, o que se descose las costuras de los pantalones, debido a la ansiedad.
Lo más tenaz es que la pipa también se recicla. Uno abre el tubito del lapicero, le raspa el residuo que hay de las fumadas de antes y lo mezcla con ceniza y listo. Es más fuerte que el mismo basuco.
Tengo que confesarlo, esta soledad es aterradora. A mis 54 años estoy expuesto a todo. En Venezuela dejé botados los ahorros que tenía debajo del colchón. La mayor parte de mi familia está en Estados Unidos y en España. Mis padres ya murieron. Y yo, así, estoy también medio muerto.
La verdad es que muchos de los que vamos a los ranchos queremos salir, poner un pie en la calle y alejarnos de esto, pero no somos capaces. Uno a veces se sienta por ahí en cualquier acera a llorar, como hombre. En esto no hay amigos y uno es su propio destino.
Sobre esto que vivo, me pregunto: ¿por qué a mí?
Este destino en la calle es muy tenaz. Perdí los dientes comiendo basura. Uno se lame las conchas de todo lo que esté en las canecas y eso trae las infecciones que quiera. Sin embargo, mi comida es muy natural: combino los sobrados con frutas y de vez en cuando me organizo los banquetes. La gente pasa y me dice: a este si le va mejor que a nosotros. Y yo le respondo: muy buen almuerzo, si o no, pero sacado de la basura.
Como estaré yo de fregado de darle a la pipa que una vez me vio un perro policía y ahí mismo se puso a chillar y salió corriendo. Con eso entiendo todo sobre mi mal aspecto. Es que a veces en los ranchos algunos pasamos cinco y seis días sin dormir".
Puñaladas de payaso El rancho de plástico de un metro y medio por un metro y medio se recuesta en la pared del cuarto de Luz Ofelia. Es la morada del payaso Chalupín, que lleva seis años en la ciudad, cuatro de ellos en Niquitao.
Su nombre es Wilson Plaza Gresel, nacido en la Provincia de Guayas, en Ecuador. Dejó la ciudad de Guayaquil y se vino a experimentar su aventura en estas calles. Antes de llegar a instalarse en Niquitao vivió en pensiones e hizo numerosas presentaciones en los alrededores del Parque de Berrío. Pero el 31 de diciembre de 2002 sintió un cosquilleo en la barriga que por poco lo manda a hacer payasadas al cielo: por robarle, le clavaron un destornillador en el hígado.
Ahora Wilson, o mejor Chalupín, está remendando un pantalón gris metido en su cambuche. No quiere asomar, está aburrido. A comienzos de septiembre, muy temprano en la mañana, a las seis, según recuerda, había mucho ruido en la "aldea de la pipa". Se puso de malas pulgas porque no lo dejaban dormir. El responsable de que le espantaran el sueño era un ex colega suyo, un payaso al que en el medio llamaban Mimos.
Ninguno de los dos payasos fue capaz de ponerle buen humor al encuentro y Mimos terminó por darle una puñalada en la axila a Chalupín, quien ahora exhibe una sutura ennegrecida, casi del mismo color de la del pantalón que remienda.
"Llevo cuatro años en Niquitao. Yo respeto si me respetan. Me gusta mucho la calle, pero la verdad tengo deseos de poder volver a Guayaquil, con mi familia, pero no he podido recoger la plata".
A Chalupín la vida se le puso bastante dura los últimos años. Se la pasa en permanente conflicto con los vendedores de dulces de los buses que no lo quieren ver disputándoles la clientela. Él denuncia que esos muchachos "lo monopolizan".
Aun así Chalupín se conoce bien las rutas de buses de Medellín. Se cuela en las de Guayabal, El Salvador, Circular Sur, Caldas y Barbosa. Y, para evitar tantas fricciones con los vendedores de las galletas y los confites, se presenta alrededor de las filas del transporte público, al mediodía. "Es que un confitero ya me metió la mano una vez".
Antes de que las máquinas retroexcavadoras del Municipio comenzaran a peinar el lote donde estaban los inquilinatos, y a explanar el terreno, Chalupín tenía un rancho más grande y confortable. Allí guardaba un perro de peluche tuerto, platos de plástico y, por supuesto, un payaso de juguete. "Realmente -acepta- yo no tuve infancia, sigo siendo un niño y no soy maduro para la edad que tengo".
Mimos, su rival, tampoco tuvo infancia. Llegó a Medellín desplazado desde el municipio de Sopetrán. Los paramilitares lo sentenciaron porque se la pasaba robando y eso que apenas tenía nueve años. Ahora, de 21, vive con su mamá en uno de los cambuches de la "aldea de la pipa", pero no sale a reciclar basura con ella porque "no nos aguantamos.
Reciclo cartón, vidrio y boto escombros".
Él es un payaso bastante duro. Acostumbraba presentarse en la Plaza Botero, pero un día se percató de que un señor llevaba 500 mil pesos en efectivo y le asestó un par de puñaladas. Por eso terminó haciendo sus mímicas en el Segundo Patio de la Cárcel Nacional Bellavista, durante cinco años y tres meses que le dieron de condena.
Ya lejos de sus días de payaso e imitador reconoce que se fuma entre 20 y 30 papeletas de basuco al día. A pesar de la apariencia casi radiográfica de su torso se siente en perfecto estado de salud. Por eso no duda en meterse de nuevo a su rancho a pegarle unos fogonazos a la pipa.
Mimos no parece ser el único de los presentes que se desentiende de la comida. Allí la dieta es bastante conocida: un bolis (agua con anilina), 300 pesos de chocolate, 600 pesos en papa rellena, 300 pesos de arepa y 100 pesos de mantequilla bastan para pasar el día.
El resto de la jornada es mejor dedicársela a la pipa.
Otro que merodea entre los payasos y el resto de la tropa de indigentes es el argentino José Alberto Valladares, que llegó a Medellín y a "la villa" de Córdoba, la mismísima región donde quedaba la facultad de medicina en la que estudió el Che, Ernesto Guevara.
José llegó en busca de un amigo al que sus padres le mandaron cartas y grabaciones. Él, con todo gusto, trajo las encomiendas. Pero resultó que Jorge Alberto Antequera, a quien buscaba, volvió a Argentina, se graduó de médico, mientras que José terminó graduándose en los trasnochos y las juergas de Niquitao.
"Me gusta vivir en Colombia, en Medellín. Yo por acá me fumo mis pistodiablos (una mezcla de basuco y marihuana). La droga a un caballo lo pone a correr, pero a uno, que dizque piensa, lo pone a hacer violencia. Al alcohol si no le hago -dice- porque me como la pared o me da por hacerme el haraquiri".
José gasta sus ratos libres, cuando no está como los caballos envenenados que describe, en recoger semillas de los árboles y hacer collares. Apenas le gusta llevar en su espalda un morralito y la firme idea de que no quiere saber nada de Argentina ni Diego Maradona. "A ese gordo me lo cul...".
En Las Gemelas Esta tarde Luz Ofelia, que acaba de tomarse unos cuantos tragos más de alcohol con malta, "gravita" entre un balde con ropa sucia y un caldo que prepara en un fogón de leña, a la entrada del cuarto.
Luz Ofelia se ríe, aplica su buen humor y su paciencia para tratar de entender qué va ocurrir ahora que su cuarto está a punto de ser derribado. Ella agradece el aprecio de la gente de los barrios Laureles y El Poblado, donde hace mandados y consigna cheques. Incluso cuida carros y les dice a sus clientes, bien seria: "métamelo derecho, mi don".
Se mira con Kalimán, que también es Robocop, y con Víctor, su compañero. Se pone seria y se toma la cabeza. "Ya sé, sabe qué, si el Municipio me quiere sacar de aquí le recibo una habitación en el Dann Cartón".
Un barrio de paso donde se hospedaban los viajeros pobres y los mendigos de la ciudad Debido a su cercanía con la Plaza de Cisneros y el viejo Guayaquil, el barrio Niquitao sirvió de refugio y lugar de paso, durante los años sesenta y setenta, a los viajeros, pequeños comerciantes de hortalizas de la plaza El Pedrero y también a los trabajadores más humildes. Igual a decenas de desarraigados que llegaban a la ciudad en busca de mejor futuro.
Pero durante los años ochenta, debido a la explosión urbana y al crecimiento de su población marginal, y en particular indigente, los inquilinatos de Niquitao tendieron a convertirse en hospedajes de personas de la calle que en el día rebuscaban su sustento en los semáforos y esquinas de la ciudad, pidiendo dinero.
En este tiempo, el vecindario también cedió ante la llegada de la oferta de alucinógenos. Uno de los puntos críticos de su población infantil estaba relacionado con el maltrato, la prostitución y la mendicidad obligadas, problemática que las últimas administraciones municipales han querido enfrentar con programas sociales y de atención a la niñez abandonada.
En la actualidad, Niquitao ha sido incorporado a los planes de renovación urbana del centro de la ciudad y es por eso que ha sido objeto de readecuaciones y de la aplicación futura de nuevos usos del suelo. Allí se pretenden construir vías y sitios de encuentro ciudadano, como parques, que permitan a este lugar del centro recuperar su imagen y su calidad de vida.